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Autonomía, complejidad y cultura corporativa: el corsé cognitivo de la dogmática para la Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas

I. Introducción. Sobre la (in)compatibilidad de la teoría del delito y la Responsabilidad Penal Corporativa

Si hubiera que identificar las dos categorías dogmáticas que más porfiadamente han cuestionado la racionalidad de la responsabilidad penal de la persona jurídica, ellas serían la (in)capacidad de acción y la (in)capacidad de culpabilidad. En otros términos, y sin afán de repetir una discusión que décadas después de su advenimiento ya es de sobra conocida, la palanca en que se asienta la mayoría de las críticas descansa en alguna de ellas. La dificultad de encontrar un injusto corporativo que sea compatible con las nociones que históricamente hemos tenido respecto de la conducta y la dificultad de identificar en qué consiste el reproche que se le dirige a la corporación como sujeto diferenciado de los demás, ha permitido poner en cuestionamiento que siquiera pudiera hablarse de responsabilidad “penal” de las personas jurídicas1 [1]. Desde la vereda política, las críticas respecto de la necesidad de una responsabilidad penal corporativa versus una responsabilidad administrativa intensa (solventadas las necesidades expresivas que satisfaría una sanción penal) también son de sobra conocidas. Por último, las críticas respecto de la eventual autonomía de la responsabilidad corporativa (esencial para que la pregunta acerca de la “culpabilidad” siquiera pueda formularse) o su “vicarialidad” respecto de una responsabilidad de las personas naturales también ha llenado volúmenes de doctrina. De alguna manera, y ésta ha sido probablemente la asunción subyacente, la existencia de estos ripios dogmáticos implican una muy dificultosa compatibilidad con la teoría del delito tal como fue construida desde fines del Siglo XIX de modo que ésta resulte útil para la asignación de la responsabilidad penal corporativa.

1.

Gracia Martín, Crítica a las modernas construcciones de una mal llamada Responsabilidad…

Como es sabido, tres han sido las respuestas a ello. La primera es el contumaz rechazo a la responsabilidad penal corporativa en atención a la invencibilidad de las críticas mencionadas2 [2]. El Derecho penal liberal y la teoría del delito construida a partir de él no soportaría una atribución ficticia de reproche a una entidad igualmente ficticia. Sobre ésta no nos detendremos aquí, no porque esté asegurada la inviabilidad política de esta crítica (ello sólo lo dirá el futuro), sino simplemente porque el estado actual de los sistemas jurídicos penales exige más apremiantemente ofrecer luces a los problemas cotidianos que presenta esta forma de asignación de responsabilidad. Las otras dos se resumen en lo que podríamos denominar la opción entre la “convertibilidad” o la “construcción”. En otros términos, se trata de definir si esta “disonancia cognitiva” de la teoría del delito tradicional con la responsabilidad penal corporativa exige la realización esfuerzos analógicos “aceptables” para compatibilizar la imputación corporativa con las categorías de la teoría del delito clásica o, por el contrario, si es necesario crear un sistema de categorías propias que re entienda lo que significa “acción”, “dolo” o “culpabilidad” cuando se predica de una corporación. Este parece ser el eje de la cuestión.

2.

Sobre esto van Weezel, Contra la responsabilidad penal de las personas jurídicas,…

Dos consideraciones creo que habría que hacer prontamente. Por una parte, que incluso las versiones más “constructivistas” disponibles3 [3], de alguna manera sucumben a la convertibilidad. Puesto en otros términos, reconstruyen unos ciertos conceptos, pero para que cumplan la misma función que en la teoría del delito tradicional. Esta aproximación, fundada en los equivalentes funcionales —tan propios de toda aproximación funcionalista— intenta encontrar aquellas estructuras que harán las veces del “injusto” o la “culpabilidad”, pero no busca superar el corsé de la teoría del delito, que exige dicha distinción. Que servirnos de dichas categorías tenga muchos rendimientos y que ofrezca un terreno cierto para la gestión de la complejidad (incluso, tal vez, que sea deseable), no debe hacernos olvidar que se están reconstruyendo categorías probablemente sin tratar con decisión la pregunta más ácida, esto es, si son necesarias estas categorías para imputar responsabilidad penal a las personas jurídicas o si estamos haciendo el ejercicio infausto de introducir a presión nuestras necesidades funcionales en los casilleros que tiene la teoría del delito en su formulación actual4 [4]. Por otro lado, el socorrido recurso a la “normativización” de los conceptos para esta reconstrucción, tampoco puede constituir una “patente de corso” dogmática que permita, so pretexto de su equivalencia funcional, situar en su posición cualquier categoría funcional sin referencia a principios igualmente funcionales5 [5].

3.

Gómez-Jara, El modelo constructivista de (auto) responsabilidad de las personas jurídicas: tres…

4.

“Se moldean o ahorman esas categorías a martillazos o con cincel fino”…

5.

Ibid., quien ha delineado acertadamente este riesgo, probablemente con más delicadeza de…

En segundo lugar, y esta sería probablemente la razón de lo anterior, es probable que estas discusiones simplemente sean los episodios de manifestación (síntomas) y no realmente la fuente de las dificultades. Puesto de otra forma, si se tratara solo de encontrar la correcta “convertibilidad”6 [6] o los límites de la “reconstrucción” para alcanzar la adecuada equivalencia funcional, el problema sería menor que si la dificultad estribara en que la forma de la responsabilidad penal corporativa aconsejara (o exigiera) prescindir de algunas categorías tradicionales. Naturalmente no será posible ofrecer una solución a esta cuestión —de inmenso calado—, pero al menos baste sugerir algunas cuestiones que no se suelen encontrar en la discusión sobre la responsabilidad penal corporativa.

6.

Traslación”, dirá Gómez-Jara, El modelo constructivista, p. 3.

Anticipando lo que sigue, en estas breves notas voy a sugerir que el centro de la cuestión se encuentra en un plano subyacente y que puede resumirse básicamente en la siguiente premisa: mientras la teoría del delito formulada para las personas naturales el esfuerzo máximo de la dogmática ha sido distinguir el ser del hacer, en la responsabilidad corporativa ello es simplemente imposible. En otros términos, el logro evolutivo histórico que significó el paso desde un derecho penal de “autor” a un derecho penal “de actos” descansa en la tajante distinción entre el autor del injusto y su acto reprochable. Las características del autor, más allá de la incidencia concreta que hayan tenido en el hecho cometido, no pueden considerarse para efectos de indagar su responsabilidad7 [7]. La responsabilidad penal individual se refiere a lo que un autor “hace”. Por el contrario, la indagación por la responsabilidad penal corporativa consiste en un juicio, más o menos confeso, de cómo la corporación “es”8 [8]. La segunda cuestión tiene que ver con la función de la dogmática y el frecuente error en su autocomprensión. La dogmática es una observación científica del Derecho que pone a su disposición estructuras para que su operación se dote de consistencia, pero en ocasiones se siente tan identificada con el sistema del Derecho, que parece olvidar que ella opera a partir de un Derecho “dado” con el que ni siquiera tiene que estar de acuerdo9 [9].

7.

Sabido es que dicha distinción no ha podido prescindir de todos los…

8.

Las acertadas críticas que sostienen que esto no parece compatible con un…

9.

Nos hemos detenido sobre esto en Piña Rochefort, La dogmática como trauma,…

En la discusión actual del injusto y la culpabilidad corporativa aparecen dos conceptos enfrentados (o articulados, como en la propuesta constructivista) para ofrecer una explicación dogmática de la responsabilidad corporativa. Ambos, de cualquier modo, hacen referencia a la forma de la persona jurídica. Así, tanto el defecto de organización como el déficit de la cultura de cumplimiento se refieren en realidad, eufemismos aparte, a la forma de organización de la compañía y solo marginalmente (y a veces nada) a la intervención en un “hecho”. El hecho, para ponerlo de algún modo, corresponde a una persona natural mientras que el “contexto” en que ese hecho tiene lugar es la organización (que no la “actividad”) corporativa. La determinación de ese contexto como favorable o desfavorable a la comisión del delito se realiza evaluando la forma de la persona jurídica, o lo que es lo mismo, cómo es. Que posteriormente haya de buscarse una conexión entre cómo la persona jurídica “es” con el concreto hecho de la persona natural, no cambia esencialmente la cuestión10 [10].

10.

Acertado Galán Muñoz, Visiones y distorsiones del sistema español del Responsabilidad Penal…

La orientación de estas consideraciones sigue una línea que a estas alturas es bastante conocida y que ha venido en autodescribirse como el “modelo constructivista”, pero sin eludir algunos de los problemas que resultan difíciles de sortear. Ello significa que parte de la premisa que es la interacción de una serie de elementos sistémicos la que “genera” desde la personalidad corporativa material (no formal) hasta la responsabilidad que se le puede asignar. Tanto el injusto como la culpabilidad corporativas, se quiera o no perseverar en la distinción entre ellas, resultan “propiedades emergentes” en un determinado estadio de complejidad. Las variaciones que aquí aparecen respecto de su formulación más conocida e influyente —la del Profesor Gómez-Jara—resultan fácilmente identificables.

II. La fuente de los problemas: La culpabilidad corporativa y la paradoja de la “irrenunciabilidad”

La temprana asunción jurisprudencial de que los principios fundamentales del Derecho penal —principio de culpabilidad incluido— eran necesariamente aplicables a la Responsabilidad Corporativa fueron sin duda un paso fundamental11 [11], pero al mismo tiempo una fuente inagotable de problemas Esta asunción, como ya se ha anticipado, fue promovida decididamente por quienes aceptaron el advenimiento de la responsabilidad corporativa y quisieron dar un sustento dogmático a la aplicación de las leyes. Desde esta perspectiva, ha de entenderse como un hito altamente relevante. La certeza que entregaban las categorías de la teoría del delito, aunque hubiera que modificarlas una enormidad, permitía abordar las cuestiones que presentaba la imputación corporativa con un arsenal conceptual conocido y del que la dogmática siempre se ha mostrado particularmente orgullosa.

11.

STS 514/2015, de 2 de septiembre, pte. D. M. Marchena. No fue,…

Pero tal vez fue precisamente ese entusiasmo el que impidió ver que muchas de las declaraciones resultaban profundamente contradictorias. El propio fundamento de derecho número 3 de la tan mencionada STS 514/2015, contiene en sus términos una paradoja de la que parece difícil escapar: “ya se opte por un modelo de responsabilidad por el hecho propio, ya por una forma de heterorresponsabilidad, parece evidente que cualquier pronunciamiento condenatorio de las personas jurídicas habrá de estar basado en los principios irrenunciables que informan el Derecho penal”. Más allá de la retórica de la “irrenunciabilidad” —que la historia evolutiva del Derecho penal se ha encargado de desmentir una y otra vez— ¿en qué ordenamiento respetuoso de dichos principios sería aceptable una forma de heterorresponsabilidad o de responsabilidad vicaria? El propio fundamento de la sentencia parte tolerando una contradicción con su principio fundante. Pero de alguna manera parece haber sido inevitable. El advenimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas estremeció a tal punto nuestra concepción del Derecho penal que sumió en un principio a la dogmática en una especie de estupor melancólico del que todavía no parece haber salido del todo. Y tal vez llegue el momento en que esté dispuesta a asumir que toda categoría de la que se haya dotado, por irrenunciable que hubiera parecido, debe volver a revisarse y revalidar su “patente de irrenunciabilidad”. No asumirlo es volver a hacerse trampas al solitario y conduce casi inevitablemente a la hipocresía de terminar haciéndolo sin decirlo.

Sea como sea, esta asunción principialista introdujo inmediata e irremediablemente el problema de determinar cómo asignar “culpabilidad” (su principio por antonomasia) a un ente que por sus características (no por su “naturaleza”) no parecía contar con la estructura mínima de “reprochabilidad individual”. Había que encontrar un sustrato de imputación desapalancado de la “psique”, uno que superase los lastres subjetivos inaplicables a las corporaciones y, por cierto, un injusto propio que reemplazara aquello que con tanta solvencia se había descrito para las personas naturales. No podemos aquí reproducir las conocidas disputas surgidas en los últimos años sino simplemente asumiremos que la jurisprudencia española se ha ido progresivamente abriendo a aceptar que ha de exigirse un sustrato de imputación con suficiente complejidad y, es más, ha mostrado una línea jurisprudencial dispuesta a fundar la culpabilidad en la “cultura corporativa”. Lo más llamativo de ello, sin duda, es que con dicha opción parece volver a espolonear otro principio “irrenunciable” del Derecho penal.

Como es sabido, los tratamientos iniciales de la cuestión tendieron a construirse sobre el concepto de “defecto de organización”12 [12] para describir la culpabilidad corporativa y nadie podría negar que aún gozan de buena salud dogmática al día de hoy. El eje de su planteamiento es que la culpabilidad corporativa tiene como estructura fundamental un defecto en su organización que da cuenta de una “propensión”, es decir, a la creación o permisión de una inclinación de cometer delitos en su seno. Las críticas que desde un principio se dirigieron este planteamiento descansan principalmente en el hecho de que una declaración de este tipo debería reconocer que la culpabilidad de una persona jurídica no se basaría en una acción u omisión de ésta si no en un “estado de cosas peligroso”13 [13]. Y esto, aunque insuficiente para explicarlo, es esencialmente verdadero. La contribución corporativa consiste precisamente en aportar un entorno que ofrece un sentido enlazable al delito cometido y ello puede describirse también como un “peligro”. Sin embargo, la necesidad de traducir esto en una acción u omisión en sentido clásico insiste en la utilización de categorías intrínsecamente inaplicables.

12.

Tiedemann, Responsabilidad penal de las personas jurídicas, ADP (1996), pp. 119 y…

13.

Van Weezel, Contra la responsabilidad penal de las personas jurídicas, p. 122.

Ya hablar de un “defecto” o “déficit” da cuenta de la fijación de un cierto estándar que no se ha alcanzado. Las organizaciones deben contar con una cierta forma estructural que mantenga acotada esa propensión y en general se entendió que la organización adecuada era aquella que era eficaz en la identificación y cuantificación de sus contingencias penales y que contaba con mecanismos adecuados para la gestión de esos riesgos. Más allá de la serie de cuestiones que esta aproximación no parece haber sido capaz de resolver, como por ejemplo la determinación si esa propensión es estructural o coyuntural (o incluso si lo coyuntural hace referencia al injusto y lo estructural a la culpabilidad), el modelo constructivista se presentó como una alternativa superadora, y no hay duda de que en cierto sentido lo es. Ella funda la culpabilidad en una “falta o déficit de la cultura de cumplimiento” reservando el defecto de organización para el injusto. Sin embargo, probablemente sea necesario hacer algunas precisiones previas.

En primer, lugar la propia denominación de esta postura puede llevar a algunas confusiones. Varios de los modelos que se presentan como fundados en el “defecto de organización” son tan constructivistas como este último, aunque nunca se hayan servido del mismo rótulo. Si entendemos la premisa constructivista como superadora de todo naturalismo, así como de la noción de la persona jurídica como un ·ente ficticio”, la asunción —más o menos confesa— de que la “organización” es un sistema que puede alcanzar un nivel de autonomía operativa que la hace distinta tanto de sus elementos como de su entorno, que es tan observable en sí misma como auto-observable y que los daños que de ella puedan emanar le son atribuibles por la forma que ha adoptado su organización (y que se cataloga como “defectuosa”), ese modelo puede reclamar con la misma convicción —aunque no le interese hacerlo— ser “constructivista”. Luego, un modelo constructivista no precipita aceptar que el “defecto de la cultura de cumplimiento o de integridad” sea el eje de la culpabilidad corporativa, por el contrario, es una de sus vertientes posibles. En efecto, las nociones aquí vertidas resultan palmariamente constructivistas y no son compatibles con la asunción de un modelo apalancado en la “cultura” o en el “carácter” corporativo como estructura de la culpabilidad.

Pero más allá de esta cuestión nominal, el asunto verdaderamente problemático es el tránsito, en la esfera de la culpabilidad, desde el defecto de organización a un defecto cultural. El Tribunal Supremo español en alguna sentencia ha hecho equivalentes los conceptos de defecto de organización o ausencia de una cultura de respeto al derecho14 [14] lo que de alguna forma muestra la dificultad de entender si se habla de injusto, de culpabilidad o de ambos a la vez. El llamado modelo constructivista distingue entre el injusto propio de la persona jurídica —su defecto de organización— y la culpabilidad propia de las personas jurídicas —su déficit de cultura de cumplimiento15 [15]—.  Como hemos mencionado, ya la normalización del concepto vinculado a la cultura como una estructura de imputación debería producir un chirrido. Más allá de las adaptaciones, la noción misma de cultura hace referencia a un conjunto de valores, conocimientos, creencias y formas de expresión que caracterizan a una organización16 [16]. A través de ella se define la identidad corporativa guiando el comportamiento de sus miembros, incidiendo en la toma de decisiones y en la forma de relacionarse con el entorno. Es, en nomenclatura parsoniana, una estructura latente. La cultura corporativa, y su dimensión de cumplimiento, que en caso alguna es la única, es extremadamente relevante para la sostenibilidad de las organizaciones. De hecho, la cultura de cumplimiento normativo es una de las dimensiones de la integridad corporativa que la inmuniza frente a las contingencias de entornos competitivos y adversos, a los que pueden adaptarse sin perder identidad17 [17]. Sin embargo, ceder a la “cultura” que es lo que se rescata en la teoría de la organización, como “razón de atribución”, no parece aceptable. Simplemente se trata de jugar un juego con las reglas de otro. En cierto sentido —y aquí sí vale una analogía con las personas naturales— es confundir el indicio con la razón de la responsabilidad. Una buena/mala cultura corporativa es un indicio de la razón del injusto, pero no puede ser ni el injusto ni la culpabilidad. No se trata solo de un concepto “evanescente” como criticó el voto particular de la misma sentencia —de alguna manera todos los conceptos dogmáticos han tenido “fases evanescentes” hasta consolidar sus criterios de distinción—, si no que carece de los rendimientos necesarios incluso si llegara a precisarse adecuadamente su contenido. El plástico y funcional concepto de cultura corporativa como estructura de identidad, propia de la teoría de la organización, no tiene el contenido necesario para convertirse en una categoría dogmática.

14.

STS 154/2016 de 29 de febrero.

15.

Gómez-Jara, El modelo constructivista, p. 17 con abundantes citas que lo acogen…

16.

Aunque con matices entre ellas, Feijóo Sánchez, La función de la Responsabilidad…

17.

Resulta imposible revisar aquí los alcances que se han descrito de la…

Probablemente uno de los factores más incidentes en esta asociación haya tenido lugar al incorporar —de un modo relativamente acrítico— la noción del “buen ciudadano corporativo” (Good corporate citizen), sin la conveniente reluctancia a utilizar el concepto de “bueno”, cuyo contenido está mucho más apalancado en el juicio moral que en el jurídico. Esta característica, descriptiva de una forma de ser, también hace referencia a una estructura más o menos permanente, mientras que la culpabilidad penal es intrínsecamente episódica y vinculado con el hecho injusto.

El buen ciudadano corporativo, tiene un contenido relativamente definido en el ámbito anglosajón y está precisamente apalancado en un compromiso con las normas18 [18], pero no puede perderse de vista que la delimitación del sistema jurídico con el moral en la raigambre anglosajona es largamente más difusa que la que acomoda a la tradición europeo-continental19 [19]. El lenguaje resulta equívoco porque nadie se atrevería a decir que lo que se espera del ciudadano persona natural es que sea “bueno”. De hecho, las expectativas parecen ser largamente más modestas y de ellos se espera simplemente que cumplan con las normas que se han impuesto a los ciudadanos, pues su bondad parece estar vinculada a conductas supererogatorias a las meramente jurídicas. En otros términos, nadie calificaría como “buena” a aquella persona que se limita a no cometer delitos. Resulta extraño que respecto de las personas jurídicas este lenguaje no resulte menos escandalizador.

18.

“Aquella corporación que cumple con el Derecho”, Gómez-Jara, El modelo constructivista, p….

19.

De hecho, este reconocimiento es el que está detrás de la conocida…

Pero claramente estas intuitivas dificultades no son el meollo del problema, pues en realidad este se aloja en que detrás de la expresión otra vez se asocia una característica permanente de la organización o la persona. El muy visible giro que ha tenido la teoría de la organización corporativa que ha pasado desde la cultura del cumplimiento a la cultura de la integridad, da cuenta de esa estructuralización de la característica organizativa. El cumplimiento e incumplimiento se analiza episódicamente y permite separar el hecho cometido de la cultura organizacional. Cuando el “hecho” de la corporación es su defecto cultural, su seña, su característica, la verdad es que de “hecho” resulta muy difícil hablar. Para Gomez-Jara20 [20], el buen ciudadano corporativo es aquel que ha institucionalizado una cultura corporativa de cumplimiento. Creo que la referencia a la cultura resulta innecesariamente problemática y la única manera de evitar los riesgos que entraña es poner el énfasis en la “institucionalización”. Porque institucionalizar lo que ahí se denomina cultura de cumplimiento no es sino dotarse de estructuras (instituciones) que incrementen las posibilidades de mantenerse en la ribera del cumplimiento. Usando clásica nomenclatura de gestión de riesgos de cumplimiento, esto equivale a decir que se hayan establecido mecanismos (instituciones) que mantengan el riesgo residual de incumplimiento en niveles tolerables. Llamar a ese aparataje “cultura” solo podría resultar tolerable bajo dos supuestos. En primer lugar, entendiendo que lo que se escruta es la existencia e idoneidad de mecanismos de gestión de riesgos estandarizados, bien diseñados e implementados efectivamente. El segundo es que no se trata de un escrutinio general de sus mecanismos de cumplimiento sino específicamente de aquellos comprometidos en el específico delito cometido por la persona natural.

20.

Ya en La culpabilidad penal de la empresa, 2005.

Ha resultado relativamente natural que el curso de la jurisprudencia haya terminado perfilando al buen ciudadano corporativo como aquel que puede mostrar una “cultura de integridad” y que incluso los modelos de prevención de delitos se entienden como estructuras perfiladoras de esa cultura, pero ello no puede significar que la culpabilidad corporativa deba identificarse con una cultura (llámese de cumplimiento o de integridad) defectuosa en sentido amplio21 [21].

21.

Por de pronto, y aquí volvemos a las pérfidas analogías que ya…

Pero más allá de la forma en que termine describiéndose la estructura de imputación a la culpabilidad, otra vez no necesariamente éste es necesariamente el problema, sino más bien intentar dilucidar si es necesario realmente distinguir el injusto de la culpabilidad en las personas jurídicas, para lo que, pareciera, no resulta encontrar razones indefectibles.

III. La “culpabilidad corporativa” como “propiedad emergente”: la autonomía

No deja de ser curioso que sea como sea que se formule la pregunta respecto de qué hace (o hizo) a una persona jurídica responsable de un delito (o al menos, receptora de una pena), la respuesta siempre se refiere a su forma. Por la inversa, para indagar el cumplimiento de sus deberes, esto es, “qué debe hacer” una persona jurídica para estar exenta de responsabilidad penal (o “cómo debe” ser una persona jurídica para esos efectos), la respuesta será la misma enumeración: contar con un sistema de cumplimiento robusto, tenerlo efectivamente implementado, tener un oficial de cumplimiento, canales de denuncia, una matriz o mapa de riesgos fruto de una identificación y cuantificación adecuada de ellos y una larguísima lista de supermercado que a estas alturas resulta bien conocida. Por la misma razón, exhibidas esas características, la respuesta sirve tanto para afirmar que no ha cometido injusto alguno, como que no ha obrado culpablemente.

La posibilidad de renunciar a un lenguaje performativo, para centrarse en lo descriptivo, nos fuerza a volver sobre la cuestión inicial. Puesto de otro modo, si la pregunta puede formularse de cualquiera de las dos formas: qué debe “hacer” una persona jurídica para incurrir en el injusto o ser culpable o cómo debe “ser” para ello, es necesario detenerse en ese cómo debe ser. Esto porque frente a la pregunta por cómo debe ser una persona jurídica para ser responsable, las respuestas también presentan una considerable dispersión aun cuando algunas corporaciones carezcan de los atributos mínimos para esa consideración (ser susceptibles de culpabilidad).

El modelo constructivista de responsabilidad penal corporativa ha sido eficaz en explicar la vinculación entre complejidad corporativa y culpabilidad. Los principios fundamentales sostendrían lo siguiente: (1) no toda persona jurídica, por contar con reconocimiento del sistema jurídico civil, debe entenderse como penalmente responsable; (2) la culpabilidad corporativa requiere de un cierto nivel de complejidad en la organización; (3) dicha culpabilidad tiene un contenido material.

Desde estas premisas, puede afirmarse que la culpabilidad corporativa se aparece como una propiedad emergente, es decir, una propiedad que se detona a partir de ciertos niveles de complejidad y que no puede encontrarse en los niveles inferiores, aun cuando el sistema contenga los mismos elementos. En otros términos, no se trata de una suma de elementos determinados sino más bien de una forma de relacionarse entre ellos22 [22].

22.

Si ello hace que puedan considerarse efectivamente sistemas autopoiéticos o basta encontrar…

Solo aquellas corporaciones que hayan alcanzado ese nivel de complejidad corporativas son actores relevantes desde la perspectiva jurídico penal. Antes de ello, no son distinguibles de aquellos que cometen los delitos respectivos y apenas puede tratárselas como un instrumento. De hecho, cualquier medida que se interpusiera en su contra sería poco más que una medida administrativa conjuradora de peligrosidad, pero en caso alguno un reproche penal fundado en culpabilidad.

El eje sobre el que debe construirse la culpabilidad corporativa es la autonomía, esto es, la capacidad de auto-dotarse de normas de conducta que lo imperen. Esta capacidad siempre está establecida en contraposición a reglas impuestas desde afuera. Incluso aquellas impuestas desde el entorno (como la ley), en caso de ser seguidas, responden a esa capacidad interna y no a la determinación desde el exterior. En un modelo constructivista esta paradoja es inevitable, pues el sistema es autónomo y heterónomo al mismo tiempo. Es su autonomía la que le permite tomar postura conforme a normas propias, respecto de la heteronomía que impone el Derecho. Esta autonomía operativa, que es la que le permite tomar postura frente a las normas, es la verdadera propiedad emergente sobre la que descansa la responsabilidad corporativa23 [23]. Si bien este concepto es difuso en sus contornos, da cuenta de aquellos casos en que existen vehículos corporativos que son instrumentos de otros en los que se toman las decisiones. En tales casos es posible que la responsabilidad penal pueda alojarse en aquella que sí presenta esa autonomía y que determina el ser/hacer de la otra24 [24].

23.

En Chile, el artículo 4 de la Ley 20.393 sobre responsabilidad penal…

24.

Si bien resta observar si la aplicación de esta norma implicará la…

La autonomía operativa, como propiedad emergente es un logro evolutivo que se da a partir de una cierta complejidad interna. Ella, por lo mismo no descansa ni en las características formales ni jurídicas de la organización, si no precisamente en la existencia de ella en sentido material25 [25]. Desde esta perspectiva, la forma de organización jurídica de la persona jurídica no juega ningún papel, sea esta una sociedad anónima que cotiza en bolsa o una empresa individual de responsabilidad limitada, el escrutinio ha de ser material. Mientras la primera puede ser una sociedad de inversiones que bien es controlada por grandes corporaciones o que las aloja entre sus activos sin tener más complejidad que la de una oficina familiar, la segunda puede presentar una compleja estructura organizacional y decisoria. Por lo mismo, tampoco es relevante el tamaño de la compañía (sea medido en facturación, niveles de producción, rubros, recursos humanos, etc.)26 [26].

25.

Fuentes Osorio, Sistema de determinación de las penas impuestas a las personas…

26.

Galán Muñoz, Visiones y distorsiones, p. 30; Cigüela Sola, La imputabilidad de…

Si existe una inevitable relación entre la complejidad y la culpabilidad corporativas —y la culpabilidad sólo aparece como propiedad emergente cuando se alcanza un cierto grado de complejidad— no resulta extraño que a veces se haya utilizado la noción de persona deliberativa27 [27] para atribuir dicha propiedad. Desde esta perspectiva, sólo aquella que ha llegado a constituirse como un ente capaz de participar en la generación de comunicaciones sociales por sí misma y definir mediante ella tanto la información como el modo de notificación de que se sirvan. Ello es una mera aplicación analógica de la idea de tener la capacidad de poner en cuestionamiento la vigencia de la norma: solo aquella corporación capaz de deliberar y participar de la reproducción de la comunicación social puede mostrar complejidad suficiente para ser imputable. De alguna manera, la noción de que la corporación puede tomar postura, de un modo autónomo, permite la asignación de culpabilidad. Si bien es evidente que esto aún muestra algunos ripios teóricos, no puede negarse que algunos ordenamientos, como el chileno, han reconocido legalmente estas tomas de postura, como al establecer la posibilidad de una “objeción de conciencia” institucional, frente a determinados hechos (en su caso el aborto) que se estiman incompatibles con la cultura organizacional de la persona jurídica (el prestador de salud). Difícilmente haya un mejor ejemplo de reconocimiento de “la capacidad y el derecho a expresar un juicio respecto de la configuración de la sociedad”28 [28].

27.

Günther, Welchen Personenbegriff braucht die Diskurstheorie des Rechts? Überlegungen zum internen Zusammenhang…

28.

Gómez-Jara, Fundamentos modernos de la culpabilidad empresarial, Ediciones Jurídicas de Santiago, 2008,…

Sea como sea, debe reconocerse que existe un momento en que la complejidad corporativa alcanza un nivel que cristaliza en autonomía. Ese momento evolutivo es el mismo en que puede hablarse de una organización y coincide también con el momento en que dicha organización puede diferenciar una determinada cultura. Pero ello no es equivalente a que sea, esa “cultura” la que sea razón de la imputación a título de culpabilidad.

A la incorporación del concepto del buen ciudadano corporativo a la que ya nos hemos referido, han contribuido premisas adicionales para que el modelo constructivista se apalancase en el déficit cultural. En primer lugar, la caracterización de la persona jurídico-penal como aquella que tiene capacidad de cuestionar la vigencia de la norma. La visible, y a mi juicio correcta, orientación jakobsiana de este postulado, naturalmente opera como punto de partida en la indagación de la culpabilidad corporativa29 [29]. Y aquí empieza —o probablemente vuelve a manifestarse— el problema. Porque el anverso del incumplimiento de la norma suele definirse como una falta de fidelidad hacia el Derecho30 [30]. Este concepto de falta de fidelidad naturalmente da cuenta de una cierta permanencia de la característica y no en el episodio de la infracción. Muchas críticas del modelo jakobsiano se habrían ahorrado si no hubiera sido por algunas palabras utilizadas (aunque más se habrían ahorrado con rigor de los intérpretes). Pero el concepto mismo de la fidelidad o infidelidad habla de una característica latente y no de una infracción episódica. La defraudación de la norma daría cuenta de alguna manera de una “forma de ser”. Las críticas a este planteamiento las hemos tratado largamente en otro lugar31 [31], pero son de sobra conocidas. Sea como sea, la nomenclatura se transforma en un aliciente infausto para dar el paso a la comprensión de la culpabilidad como un rasgo cultural, desvinculándolo de su naturaleza episódica y concreta.

29.

Gómez-Jara, El modelo constructivista, p. 7.

30.

Kindhäuser, La fidelidad al Derecho como categoría de la culpabilidad (trad. García…

31.

Piña Rochefort, Derecho Penal. Fundamentos de la responsabilidad (3ª ed.), Santiago 2023,…

En la misma línea se encuentra el recurso al “carácter” de la persona jurídica32 [32], entendido como “una aptitud en orden a tener un sello, aptitud merced a la cual ésta es provista de ciertas disposiciones, tendencias y propiedades, a cuyo efecto, por lo pronto, carece de toda importancia que dichas disposiciones sean contingentes o adquiridas, si permanecen inalteradas o son modificables”33 [33]. Si bien hablar de “carácter” traza una analogía más intensa con los rasgos internos de las personas naturales —mientras que “cultura” a una normatividad evolutivamente desarrollada—, ambas presentan el mismo problema: la desvinculación del episodio. Ninguna de ellas permite por sí misma determinar la conexión de una cultura o carácter criminógeno al concreto delito cometido por alguien en su seno34 [34] y, por la misma razón, una mera valoración global de ellas para reprochar a la empresa no resulta aceptable35 [35].

32.

Mañalich, Organización delictiva. Bases para su elaboración dogmática en el Derecho penal…

33.

Engisch, La teoría de la libertad de la voluntad en la actual…

34.

Galán Muñoz, Visiones y distorsiones, p. 24.

35.

Como propone Nieto Martín, El cumplimiento normativo como estrategia político-criminal, Hammurabi, 2022,…

Para enfrentar esta cuestión probablemente deba repararse en lo que ambos conceptos, aunque de modos diversos, entrañan: tanto “carácter” como “cultura” son estructuras de reducción de complejidad. Ambas, en la operación episódica de los respectivos sistemas, reducen posibilidades disponibles (o cuando menos hacen menos probables algunas de ellas). Una cultura de cumplimiento indisponibiliza posibilidades de defraudación, así como una cultura defraudatoria indisponibiliza esfuerzos de cumplimiento. Y esa es precisamente una contribución al hecho. Por eso ha de haber una vinculación de sentido entre la reducción de complejidad de la persona jurídica y la conducta de la persona natural36 [36]. La forma concreta que tome esa vinculación de sentido puede ser diversa y transitar desde un enlace causal con el hecho hasta un favorecimiento o facilitación del delito de la persona natural. Ambos, que son recíprocamente sistema y entorno, se encuentran estructuralmente acoplados, o lo que es lo mismo, ambos ponen su propia complejidad a disposición del otro37 [37]. La conducta de las personas naturales incide tanto en la persona jurídica como viceversa y ambas en su interacción forjan el “carácter” o la “cultura”. Ambas son parte de la operación del sistema y van adoptando su forma contingente a medida que el sistema opera e interactúa con su entorno. Esto hace que la conducta de las personas naturales está tan incidida por la cultura corporativa como incidida esta última por la conducta de las personas naturales. En un ejemplo, la respuesta corporativa a un hecho de corrupción interno descubierto (su investigación y sanción conforme a sus protocolos de cumplimiento) es tanto muestra de su cultura como reproducción y forja de ella.

36.

Galán Muñoz, Visiones y distorsiones, p. 25 y muy especialmente pp. 41…

37.

Esto por supuesto requiere una observación de segundo orden.

Si de verdad se necesitara un injusto/culpabilidad de la persona jurídica, por tanto, probablemente ello consistiría en aportar, en forma de contexto, el sentido al que se enlaza la comisión del delito. Dicho sentido puede reconocerse bien cuando el delito es la consecuencia de la oferta de complejidad de la empresa, bien cuando dicha comisión se ve favorecida o facilitada por ella. En cualquier caso, estas formas que puede adoptar el enlace de sentido son contingentes y sea que el legislador las explicite o no, ello no cambia el fondo del asunto. En el caso de la legislación española, es probable que el silencio de la ley a este respecto haya permitido una cierta dispersión de opiniones, pero cada vez que se exige alguna forma de vinculación entre la forma persona jurídica y el delito de la persona natural, se está realizando esta misma operación. La legislación chilena, por ejemplo, actualmente en tránsito de modificación38 [38], se está desplazando desde la indagación del sentido en alguna forma de causalidad a uno de facilitación. Así, además de los requisitos habituales de la responsabilidad corporativa, la primera y actualmente vigente versión de la ley 20.393 de 2009 exige que, en virtud de la autonomía de la responsabilidad penal corporativa, el delito cometido por el funcionario tuviera lugar “a consecuencia del incumplimiento de los deberes de dirección y supervisión de la empresa”. Ello exige una vinculación directa entre la falla corporativa (la falla en la identificación del riesgo que se concretó en el caso, la falla metodológica en su cuantificación o la falta de un control adecuado al riesgo residual, o la que corresponda) y el delito del individuo. Esta consagración hace difícil entender la responsabilidad de la persona jurídica como un déficit cultural y estructural y fuerza a entenderlo como un defecto concreto y vinculado precisamente a la comisión del delito del funcionario. Una buena cultura de cumplimiento (manifestada en una correcta gestión de los riesgos y cumplimiento de deberes) no es suficiente para conseguir la declaración de inculpabilidad corporativa cuando un fallo concreto en su organización había permitiera precisamente que por esa fisura se filtrase el hecho delictivo.

38.

La ley 21.295 que a este respecto modifica la ley 20.293 sobre…

La modificación de dicha ley, que entrará en vigencia el año entrante, establece que la corporación será responsable cuando “la perpetración del hecho se hubiera visto favorecida o facilitada por la falta de implementación efectiva, por parte de la persona jurídica, de un modelo adecuado de prevención (…)”. Además de las cuestiones relativas a conceptos dogmáticos, como la consagración legal de la teoría del incremento del riesgo, el escrutinio que ha de realizarse para indagar el sentido injusto corporativo parece haber cambiado.

Inicialmente había que encontrar una vinculación directa entre la brecha de cumplimiento corporativo y el episodio mismo (delito) de la persona natural. Ese delito debía ser una consecuencia de la infracción. A modo de ejemplo: faltaba el control pertinente aprovechado por el empleado para cometer el delito. Es difícil afirmar que un incumplimiento episódico es necesariamente indiciario de un déficit cultural. Otro tanto aparece con la facilitación o favorecimiento del hecho. Es posible que la forma concreta de ese favorecimiento sea cultural (y que en empresas que han naturalizado el incumplimiento normativo se produzca esa propensión al hecho), pero eso no significa que sea la cultura de incumplimiento la culpabilidad corporativa, si no solo que en el caso esa ha sido su forma de contribuir.

Como conclusiones preliminares de estas afirmaciones podríamos sostener que (1) afirmar que la culpabilidad de la corporación descansa en un déficit en la cultura de cumplimiento no resulta generalizable y (2) en aquellos casos en que la legislación permitiría esa descripción, no parece conveniente adoptarla.

Pero resta aún lo más importante, puesto que incluso estas afirmaciones siguen asumiendo que ha de distinguirse el injusto corporativo de la culpabilidad corporativa y solo se limita a desafiar cuál es el contenido de la culpabilidad corporativa (negando que sea la cultura de cumplimiento).

IV. El desarrollo de la autonomía como un suceso progresivo y el rol de la “cultura de incumplimiento corporativo”

Como hemos dicho, en el ámbito de las organizaciones imputables, o lo que es lo mismo, complejas, el ser y el hacer se confunden, de modo que la distinción entre injusto de la persona jurídica y culpabilidad de la persona jurídica es forzada e innecesaria39 [39]. El defecto de su organización es tanto su “ser” como su “hacer” y por ello solo puede describir adecuadamente su imputabilidad una estructura monista en que injusto y culpabilidad están construidos a partir del mismo defecto. Y dicho defecto es un defecto que presenta su organización.

39.

Nieto Martín, El cumplimiento normativo como estrategia político-criminal, Hammurabi, Buenos Aires 2022,…

La estructura binaria que insiste en distinguir y dotar de contenido el injusto y la culpabilidad corporativa responde más a una necesidad atávica de servirse de las categorías propias de la teoría del delito de las personas naturales, que a una necesidad sistémica real. Luego, afirmar que el injusto es el defecto de organización y la culpabilidad el defecto de cultura de cumplimiento es describir dos veces lo mismo: ausencia de instituciones dentro de la organización que mantengan el riesgo de comisión de delitos fuera de una medida residual aceptable. Si eso se quiere ver como un defecto de organización o como una falta de cultura de integridad tiene que ver más con un sesgo del observador (que parece necesitar cognitivamente una doble categorización) que con aquello que se observa.          

La premisa fundamental de un modelo constructivista exige aceptar que no toda persona jurídica es un actor corporativo imputable para el Derecho penal. El primer factor relevante a veces suele pasarse por alto y tiene que ver con que una carcasa o armazón jurídico (como una sociedad de papel) no solo no es un ente del que no se puede predicar suficiente autonomía, sino que ni siquiera una organización. Por organización se entiende un sistema social que se constituye sobre la base de reglas de reconocimiento que lo vuelven identificable y que le permiten especificar sus propias estructuras, establecer sus programas y evacuar sus propias decisiones. Este sistema no solo es reconocido en sus interacciones si no que puede reconocerse a sí mismo.

Esta premisa permite trazar distinciones entre los diferentes tipos de personas jurídicas e intentar escrutar la emergencia de su culpabilidad —autonomía—. Solo una persona jurídica que alcanza este nivel puede denominarse una organización y ser imputable. La analogía respecto de la imputabilidad de las personas naturales es plástica para explicar que hay ciertas personas jurídicas que no han alcanzado un mínimo grado de desarrollo (complejidad) que los mantiene en una especie de incapacidad de obrar culpablemente. Esa afirmación en principio es correcta, pero puede llevar a la confusión precisamente respecto de aquellas personas jurídicas que no tienen una forma mínima (por ejemplo, las sociedades pantallas o de papel). En ellas no hay falta de autonomía, no hay sustrato de imputación, no hay organización. En el caso de las personas naturales puede haber personas inimputables, pero siempre serán personas; en el caso de las personas jurídicas, puede haber algunas que simplemente no son una organización. Esta es una observación que en ambos casos —tanto para las personas naturales como para las jurídicas— realiza el propio sistema jurídico penal: un juicio de autorreferencialidad o autonomía40 [40].

40.

Gómez-Jara, El modelo constructivista, p. 27.

Luego de entre las personas jurídicas, hay algunas que son imputables y otras no, precisamente en la medida de que alcancen una verdadera forma de organización. Aquí el modelo constructivista, con las referencias al trabajo de Günther Teubner, debe acogerse como la mejor explicación teórica disponible. Respecto de esas premisas aquí solo se propone matizar teniendo presente la existencia de las no-organizaciones jurídicamente reconocidas como personas, que son inimputables. Recordando alguna ácida polémica41 [41], estas sí podrían disputar el carácter de ameba jurídica, por su escasa complejidad y por cierto no son, de usarse estos conceptos, susceptibles de culpabilidad.

41.

Van Weezel, Contra la responsabilidad penal de las personas jurídicas, Política Criminal….

Desde esta perspectiva, el expediente a la negación de su responsabilidad debe centrarse en la ausencia de un sustrato organizacional observable por el Derecho. No cabe, conforme a ello, servirse de la prohibición de ne bis in idem para fundar su inimputabilidad42 [42]. Aunque ello también haya tenido reconocimiento jurisprudencial43 [43], que ha entendido que habría un bis in idem “si quien padece las dos penas es materialmente el mismo individuo, aunque formalmente sean dos sujetos diferenciados”. En estos casos, sin embargo, la razón de la no aplicación de sanciones no tiene que ver con impedir una doble sanción, pues no la habría como tampoco la hay en el comiso de un arma: no se sanciona a esa persona jurídica como tampoco se sanciona a un coche luego de un atropello doloso. La distinción aquí se traza no entre dos sujetos si no entre un sujeto y un objeto. Es efectivo, por tanto —o más bien, puede serlo— que una fachada jurídica indistinguible de su controlador no debe ser sancionada como no es sancionado ningún instrumento utilizado para la comisión del delito44 [44]. La sanción de la persona jurídica pantalla no puede entenderse como la sanción de la persona natural que la controla e instrumentaliza, si no como una sanción al instrumento, más parecido a los latigazos ordenados contra el mar. De este modo, no es que el recurso a la complejidad corporativa sea preferible a la argumentación del ne bis in idem45 [45], simplemente esta última no resulta aplicable46 [46].

42.

Gómez-Jara, El modelo constructivista, p. 33.

43.

STS 747/2022 de 27 de julio.

44.

Faraldo Cabana, Sobre la irresponsabilidad de las sociedades instrumentales, en Rodríguez García/Rodríguez…

45.

Gómez-Jara, El modelo constructivista, p. 36.

46.

En el mismo sentido Galán Muñoz, Visiones y distorsiones, pp. 31-32, pero…

Luego, de entre aquellas que conforme a unos determinados criterios ya pueden entenderse como actores corporativos jurídico-penalmente responsables, cabe aún hacer unas distinciones, aunque probablemente sea necesario apartarse de los criterios que se han ido consolidando.

Ello pues pueden distinguirse aquellas personas que, siendo responsables, son organizaciones en cuyo seno se puede haber cometido el delito, pero que cuya infracción (en singular o plural) no presenta una significación relevante en la operación corporativa. Por así decirlo, se trata de comisiones de delitos que si bien dan cuenta de un defecto de organización no están enquistados en la operación corporativa de modo de que haya una cierta frecuencia o relevancia numérica en su comisión. Estas son, de alguna manera, las corporaciones responsables coyunturalmente47 [47]. En flagrante oposición a ellas están aquellas organizaciones que se forman para la comisión de delitos (y que pueden presentar una forma jurídica). Sobre éstas, cuyas características son análogas a las de las asociaciones ilícitas u organizaciones delictivas, no cabe entrar en detalle aquí.

47.

Es imposible que esto no traiga a la memoria aquel delincuente esporádico…

Sin embargo, entre las corporaciones responsables, existen algunas personas jurídicas en que la comisión delictiva juega un papel significativo en su operación, es decir, en que la comisión de delitos está incorporada de un cierto modo estructural. En ellas probablemente sí pueda hablarse de una cultura de incumplimiento. La búsqueda de criterios para esta distinción tiene un recorrido en la normativa española que resulta relativamente conocido pero que lamentablemente se ha decantado por una regla cuantitativa. El curso fue la progresiva distinción —más allá de los problemas en la nomenclatura— entre empresas legales o ciudadanos corporativos y empresas ilegales48 [48]. Las sociedades pantalla quedarán entre aquellas a las que se le niega el carácter de organización y por lo tanto nunca han de entenderse como corporaciones imputables. El origen doctrinario de la distinción entre corporaciones legales e ilegales debe entenderse como uno de los principales aportes del modelo constructivista y ha de reconocerse a Gómez-Jara (casi a lo Spencer Brown) como el principal impulsor de la distinción (la imputabilidad organizativa en la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Sin embargo, como se sabe, la opción para trazar la distinción tiene que ver con cuánta es la actividad delictiva, lo que se expresa en frases como “las sociedades que desarrollan una cierta actividad, en su mayor parte ilegal”49 [49] o “se entenderá que se está ante este último supuesto siempre que la actividad legal de la persona jurídica sea menos relevante que su actividad ilegal”50 [50].

48.

Vid. Gómez-Jara, La imputabilidad organizativa en la responsabilidad penal de las personas…

49.

Circular 1/2016, de 22 de enero, sobre la responsabilidad penal de las…

50.

Regla 2ª del artículo 66 bis del CPE.

El problema con esta solución es que, en rigor, y salvo el caso de las asociaciones ilícitas, aunque tal vez ni siquiera en ellas, parece inaplicable alcanzar un nivel cuantitativo tan relevante. Análisis de casos particularmente graves y en que la comisión de delitos ha sido frecuente, no son capaces de alcanzar el nivel de mayoritaria dentro de sus operaciones. A modo de ejemplo, casos como el de la empresa Odebrecht, con una red de corrupción generalizada en los más diversos países de Sudamérica, seguía realizando más operaciones lícitas (compras, ventas, construcción, licitaciones a proveedores, compras de empresas, creación de personas jurídicas, etc.) que aquellas ilícitas (sobornos a una gran cantidad de funcionarios para ganar licitaciones, conseguir contratos u otros favores) y no cabe duda de que debe entenderse como una empresa ilegal.

Luego, el eje sobre el que ha de construirse este reproche no puede ser la cantidad de delitos (aunque ella pueda ser indiciaria del defecto), si no la incardinación de la comisión delictiva en el respectivo modelo de negocio o en la ejecución del giro corporativo. ¿Qué es lo que hacía a Odebrecht o a Siemens —que también tenía una cantidad mayor de operaciones lícitas que de delitos— una empresa ilegal? Que la comisión de delitos, más allá de la cantidad, respondían a una forma de operar que no se concebía sin ellos. Una gran empresa de ingeniería y construcción puede adjudicarse cuatro contratos EPC y por cada uno de ellos realizar miles de operaciones lícitas, pero si a la hora de participar en las licitaciones tiene como modus operandi el soborno de los licitantes públicos o privados, no es relevante la significación comparativa entre los cuatro sobornos y las miles de operaciones lícitas: será una empresa ilegal. Si una empresa minera en la construcción y operación de sus faenas realiza miles de operaciones lícitas anualmente, pero cada vez que se enfrenta al sistema de evaluación ambiental, fracciona falsamente los proyectos para sortear sus obligaciones, es también una empresa ilegal.

Dos consideraciones finales emanan naturalmente de estas asunciones, que la calificación de ilegalidad no puede emanar simplemente de la proporción de delitos versus operaciones lícitas si no que se trata de un escrutinio material y específicamente de la función que cumplen los hechos ilícitos en la operación de su giro, aunque sean pocos numéricamente.

La segunda es más interesante porque en estos casos sí se da cuenta de un rasgo cultural en la corporación. Ese rasgo cultural —incardinar la comisión de delitos en su modelo de negocio— produce un incremento del injusto y de la peligrosidad que debe acompañarse de un incremento relevante de las sanciones e incluso aconsejar la disolución. Se trata precisamente de corporaciones que se encuentran de a caballo entre los ciudadanos corporativos y las asociaciones ilícitas y en la misma proporción debe ubicarse su reproche y sanción.